Comprendí que el misterio no me sería develado a primera vista. Todo ese andamiaje tenía algo de grandioso, pero aún no podía entender qué.
El güinche estaba en la cima de una gran pendiente, y desde sus adentros salían dos raíles que bajaban, sin que pudiera ver el final. En una placa se leía algo en inglés y más abajo, unos nombres y una fecha de construcción: 1906-1909.
Increíble o no, hace cien años se creó esta indumentaria, y hasta el 2006 estuvo en movimiento. Por aquí bajaba el níquel desde las alturas de Pinares de Mayarí hasta la empresa Comandante René Ramos Latour, de Nicaro. Había un hombre en cada puesto: un operador de calderas, un retranquero, un señalero, un güinchero. Ahora sólo queda una quietud que de vez en cuando inquieta a quienes trabajaron aquí, y le dedicaron la vida.
Por allá, por el 1906
“Yo me acuerdo perfectamente de la primera vez que vine con mi abuelo al inclinado. Me traía de la mano, y me subió allá arriba al güinche, y me dijo: ¡saca la cabeza ahora!, y se sintió el FUAAAAA, fueron tres cornetazos del güinchero, y todo empezó a moverse,” recapitula Ramón Quintas, antes trabajador de estas instalaciones; hoy, jefe del transportador Pinares de Mayarí.
Su abuelo le contó que en los inicios del siglo pasado, Míster Felton tuvo la idea de construir una planta para la producción de nódulos de hierro, justo en las aguas de
Fue necesario construir este sistema ferroviario de montaña, único en Cuba. Se hicieron dos tramos, que se conocen como planos inclinados superior e inferior. En la cima y a mitad de camino están las dos estaciones encargadas de regular el subir y bajar simultáneo de los vagones con mineral o vacíos.
Casi 30 años después de su construcción, el inclinado comenzó a vincularse a la industria niquelífera cuando en vísperas de la guerra se determinó la fabricación de la primera industria para la extracción del níquel más cobalto, en Lengua de Pájaro.
“Estos vagones no solo cargaron metales, también se usaron en el 60 y pico, para transportar tomate” sigue contando Quintas; “y por aquí se subió la gasolina al segundo frente, alrededor de 20 mil litros”.
Según nos narra fue una operación dirigida por Belarmino Castillo y Abelardo Colomé del Segundo Frente. “Todo se hizo de noche, sin alumbrado ninguno. Tuvieron que usar leña para que generara el vapor, no había carbón porque esto estaba parado. Dice mi papá que él se acuerda cuando fueron a ver a mi abuelo y él dijo: bueno, pues a buscar leña entonces. Era un gallego tremendo, a mi papá nunca se le olvida eso. Y empezaron a buscar leña y más leña y llenaron la caldera, la encendieron y echaron a andar la instalación.”
La calma que perturba
En estos cien años de trabajo, el inclinado tuvo dos grandes parálisis, la última después de
“Esta calma es agobiante, se extraña el sonido de la rueda, los vagones, los cornetazos: uno largo para el cambio de turno; dos, para situar los vagones; tres significaban el inicio del viaje, todo el mundo sabía que iba a empezar a moverse la instalación; cuatro, para llamar la locomotora y cinco para llamar al jefe de mantenimiento, el difunto Petequín”, explica Gustavo, quien ahora trabaja junto a una pequeña brigada en la conservación de las piezas del inclinado, pero que echó su vida aquí.
Gustavo habla con nostalgia, y no puede dejar de mostrarnos todo: “mire la biela, este es el volante, el pistón, aquí no hay nada soldado, todo es remachado, esta es una máquina de vapor de
Su voz rebota en las paredes y en todo lo inmóvil que hay dentro, y con el eco se oye más triste. Aún se aferra a los recuerdos: “las calderas de vapor no se utilizaban a todo lo largo del viaje, solo al inicio, para romper la inercia de los vagones, luego el contrapeso ya era suficiente para mantener la velocidad. No se podían subir más vacíos de lo que bajaban lleno, porque se rompía el ciclo.”
A pesar de la añoranza, todos reconocen que esta era una de las instalaciones más riesgosas que existían en Cuba. Tenía un promedio de un muerto cada tres años. Casi todos eran accidentes generados por el exceso de confianza; en los grandes fenómenos no hubo un muerto, pero sí por descuido y negligencia.
La despedida
La tecnología se impuso. Un transportador de Banda de
Su velocidad promedio de traslación es de
Cuenta Gustavo: “cuando a mí me dijeron que iban a cerrar las instalaciones yo nunca lo creí. El último pitazo lo dio Omar, yo no tuve la posibilidad de estar aquí para escucharlo, y nos sorprendió, aunque ya por esos días nos dijeron que estaba a punto de cerrarse el Inclinado, y yo decía: no puede ser que este sea el último viaje”.
“Ese día”, sigue Quintas, “se bajó la última locomotora, el último vagón, y situaron todo como estaba y pararon la instalación. El hecho marcó a todos. El que no tenía un hermano, tenía un primo o un tío trabajando en los Inclinados. Esta era una fuente de empleo fundamental de toda la zona del Guayabo y El Cocal. Tenía plazas laborales únicas, como la de retranquero.”
Muchos de sus obreros se encuentran ahora en el Transportador Pinares de Mayarí, otros en el área del ferrocarril y otros quedaron en
Recordar, volver a vivir. Quintas y Gustavo volvieron a ver hoy los vagones subiendo, la biela moviendo a la gran rueda, y los pitazos del güinchero. También yo lo vi, y sentí pena por no haber llegado antes, para verlo todo en acción.
Actualmente hay una brigada de diez hombres que trabaja en el proceso de mantenimiento. Ellos se encargan de chapear, de pintar todo el sistema de señalización, control y bloqueo, y además, conservar los cables.